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¿Por qué sentimos celos los humanos? Parte III.

27 Ago

Muchas gracias a quienes hayan seguido esta pequeña saga desde su inicio. A quienes hayan llegado aquí sin leer las partes anteriores en que discutimos el tema en cuestión, les ruego hacer clic en los respectivos links para leer la parte I y la parte II de “¿Por qué sentimos celos los humanos?” A continuación presento la tercera y última parte de mi apreciación con respecto a este polémico tema.

Como confesé en el artículo anterior, a pesar de que a primera vista pueda parecer así, los celos no son una expresión de la monogamia. No señores, no lo son; ni siquiera los celos de pareja. Parecía lógico pensar que el sentido de individualidad que tenemos los humanos podría obligarnos a querer mantener una relación única con una persona a la que reconocemos como única.

Pero si los celos fueran solamente una expresión de la monogamia, sería inconcebible que, por ejemplo, un sultán cele a cada una de las mujeres de su harem, lo cual es completamente posible en ese y también en otros casos de relaciones polígamas menos oficiales. Otro argumento en contra de aquella conclusión es que, como dije en el artículo anterior, podemos sentir celos por personas con quienes no mantenemos una relación de monogamia: nos ponemos celosos porque nuestro mejor amigo se diviertió más con otra persona, porque nuestra mascota le movió más la cola al invitado, o porque la tía Gertrudis resaltó más las virtudes de los primos que las nuestras.

Vemos así, que el asunto es más profundo de lo que aparentaba. Los celos son una expresión de nuestra necesidad de apoderarnos de aquello que amamos. Y para saber si son naturales o no, tendríamos que preguntarnos si aquella necesidad es algo natural o algo artificial. Pero quisiera dejar esta pregunta de lado por un momento para concentrarme más bien en encontrar la fuente de aquella necesidad y, a partir de eso, decidir si se trata de algo propio de nuestra naturaleza o de algo aprendido.

Mantengo la idea de que los celos son en gran medida ocasionados por este sentimiento de individualidad que poseemos los humanos. Y es que este sentimiento es una cosa realmente curiosa porque no es ni “bueno” ni “malo” (o a lo mejor es ambos). Lo que sucede es que es maravilloso saber que no hay alguien igual a ti, tú eres único, realmente irremplazable. Pero es a la vez angustiante saber que no hay nadie exactamente igual porque eso significa que estás solo, absolutamente solo en tu particular forma de ser.

Es interesante que la toma de consciencia de este hecho haya sucedido en la historia evolutiva del hombre tal como sucede nuevamente en cada uno de nosotros cuando somos niños. Verán, cuando nacemos, no vemos la diferencia entre nosotros y nuestra ropa, o entre nosotros y nuestra madre. Para el niño, todo forma parte de una gran unidad. Pero llega un momento en que sentimos frío o hambre y nos damos cuenta de que falta la ropa o, peor aún, falta la madre para alimentarnos. Entonces es cuando empezamos a reconocer nuestro propio yo, separado del resto. Lo hacemos a través de una forma de sufrimiento y vaya que nos sentimos solos y desamparados en ese momento.

Pero el recuerdo no se almacena a un nivel consciente – a esa edad todavía no hemos aprendido a recordar de cualquier manera. Lo que nos queda es un lastre en el subconsciente que se suma al que ya teníamos en los genes. Y ese lastre, esa sensación de desamparo y de separatividad, de estar inexorablemente solos, es la que nos genera la necesidad de estrechar lazos… a toda costa.

Queremos unirnos con alguien y al lograrlo y luego vernos potencialmente reemplazados, nos angustiamos ante la idea de perder esa conexión que logra que dejemos de sentirnos solos en el mundo. Por lo tanto, nuestra primera reacción es “proteger” esa conexión a toda costa; pero precisamente, es una “primera” reacción, o una reacción primaria, si se quiere; una primitiva, porque nos hace creer que proteger esa conexión significa evitar el contacto entre la persona con quien la compartimos y el resto del mundo.

Pero no es así: todos sabemos que para cuidar una relación, lo primero que tenemos que cuidar es nuestro propio desarrollo personal; también sabemos que realmente no estamos solos y desamparados y que no necesitamos que nuestros amigos y familiares sean exclusivos para que nosotros seamos irremplazables. Sí, respuesta obvia: al final es cuestión de madurez.

Entonces, ¿son los celos naturales o no? Yo diría que son un poco de ambas. Naturales porque nacen de un proceso natural en la vida humana, y artificiales porque no son propios de una naturaleza completamente desarrollada, sino más bien de una etapa primitiva del hombre.

Nota final: no a la justificación de los celos bajo la excusa de que son naturales y sí a la lectura de ensayos como “El arte de amar”, gracias al cual pude aclarar muchas ideas con respecto a este tema. ¡Gracias, Erich Fromm!

¿Por qué sentimos celos los humanos? Parte II.

5 Ago

Ésta es la segunda parte de la saga de “¿Por qué sentimos celos los humanos?”. A quienes por razones equis hayan llegado a este sitio sin leer la primera parte, quisiera –con su favor- interrumpirlos y pedirles encarecidamente que hagan clic aquí para que puedan enterarse cabalmente del tema en discusión. Habiendo resuelto estos asuntos organizatorios, prosigo con el artículo.

“Yo soy tuy@ y tú eres mí@ y en este plato nadie más tiene por qué meter su cuchara”. Ésta fue la conclusión a la que llegué en la sección anterior gracias a mis investigaciones caseras. En otras palabras, concluí que los celos son una expresión de la monogamia. Esto, por supuesto, aplicado a los celos de pareja para efectos prácticos. Es así que ahora, para averiguar si los celos son inventados o naturales, me veo en el deber de responder la siguiente pregunta lógica: ¿es la monogamia una cosa inventada por el hombre o es más bien natural?

Definamos primero la monogamia. Según la Real Academia Española, la monogamia es un “régimen familiar que veda la pluralidad de esposas.” Sí, yo también me sorprendí con esta definición ya que presenta una perspectiva masculina. Para sacarlos de la duda, les presento la definición de “poligamia” sacada de la misma fuente: “Régimen familiar en que se permite al varón tener pluralidad de esposas.” Nuevamente tenemos la perspectiva masculina. No quiero perder mucho tiempo repitiendo los ya bien conocidos chistes acerca del machismo en la lengua española, así que pasaré al siguiente paso que consiste en modificar un poco la definición “oficial” de lo que es la monogamia: para mí, un monógamo – independientemente de su género – es aquél que se permite a sí mismo tener un sólo cónyuge (sí, se escribe cónyuge; no conyugue) mientras que un polígamo, pues, se permite tener varios.

Muy bien, pasemos ahora a los jugosos argumentos. Muchos dirán que la monogamia, al igual que la poligamia, es, tal como lo dicen los señores de la RAE, un régimen, es decir, algo impuesto por el hombre. Así como los países tradicionalmente cristianos o católicos tienden a tomar la monogamia como su régimen oficial, algunos países tradicionalmente musulmanes toman a la poligamia como tal. Esto nos indicaría que ninguna de ellas es un resultado natural de la evolución o de la civilización humana, sino que son circunstancias del azar, elecciones fortuitas y aleatorias de alguna autoridad en algún momento histórico.

Pero la (clase de) historia siempre nos muestra que las cosas son más complicadas – o más lógicas – de lo que nos gustaría que fueran y el caso de la poligamia en países como Arabia Saudita y los EAU no es la excepción. Resulta que allá por los años 600, cuando Mahoma y compañía se propusieron conquistar tierras para propagar la religión islámica a través del Yihad, muchos hombres morían en la guerra, dejando a sus respectivas esposas viudas y a sus hijos, huérfanos. No sé si la visión de la época era realista, machista o sobreprotectora con respecto a las mujeres, pero la idea de una mujer sola y con hijos le parecía un desamparo al buen Mahoma, imagino que sobre todo debido a que las mujeres en la época no trabajaban, de manera que no tenían cómo sustentar a una familia económicamente a menos que tuvieran un marido. Por eso, y para protección de las mujeres de su sociedad, Mahoma decretó que todo hombre cuyo hermano o hijo muriera en la guerra dejando a una viuda, se hallaba en la obligación legal de casarse con ella. Vemos así que la poligamia musulmana nació de una intención -a mi parecer- muy sincera y noble. [Para mayor información sobre el estado actual de la poligamia en países musulmanes, hagan clic aquí.]

¿Podría la monogamia haber nacido de un razonamiento lógico de índole similar? Quizás hay algo en ella que no terminamos de entender, algo que estamos pasando por alto. Preguntémonos: si la monogamia tuviera algún sentido, ¿qué sentido tendría? O veámoslo así: si los humanos fuéramos por naturaleza monógamos, aquello nos distinguiría de (la gran mayoría de) los animales. ¿Qué podría haber en nuestra naturaleza que nos distinguiera de los animales y que a la vez pudiera convertirnos en seres monógamos? Aquí mi respuesta: nuestro sentido de individualidad.

Así es, los humanos somos las únicas criaturas sobre la faz de la tierra que han tomado consciencia del hecho de que no hay dos seres. A pesar de compartir más del 98% del código genético con nuestros congéneres humanos y – si no me equivoco – más del 90% con otros mamíferos, sabemos que no es lo mismo conversar con Juanito que con Pepito y que no da igual casarse con Fulana que con Sutana; vaya, ni siquiera nos da lo mismo nuestro perrito que el del vecino, ¿o sí? Poseemos un sentido de individualidad que nos hace querer ser reconocidos como individuos irrepetibles y, sobre todo, irremplazables. Así que sí, muy bonito, nada mejor que una conclusión limpia, lógica: la monogamia está en la naturaleza del hombre debido a su sentido de individualidad.

Sin embargo, hay una falla en esta conclusión, y es que de hecho sí existen personas que no tienen ningún problema con mantener varias relaciones a la vez, ni con que sus parejas las mantengan. Es decir, polígamos por naturaleza. Dichas personas son capaces de amar y respetar a cada una de sus parejas y de sentir una conexión diferente con cada una de ellas, apreciarlas a todas como los seres humanos que son y reconocer en cada una de ellas a alguien valioso. Si dijéramos que la monogamia realmente está en la naturaleza del hombre, prácticamente estaríamos excluyendo a estos “polígamos naturales” de la raza humana, lo cual no sería lógico …ni políticamente correcto, ja.

Dos cosas quedan por decir: la primera es que realmente existen monógamos y polígamos por naturaleza y que lo más sensato es, luego de averiguar con qué tipo de relación nos sentimos más cómodos, emparejarnos con aquellos que gusten de relaciones similares. La segunda es que las razones por las que polígamos y monógamos naturales coexisten en una misma realidad son más o menos extensas como para discutirlas en este mismo artículo. De manera que, para la curiosidad de mis lectores, dejaré este tópico para la última parte de esta saga de los celos.

Como un pequeño adelanto, haré una confesión: la conclusión a la que llegué acerca de los celos en el primer artículo (la misma que tomé como punto de partida para este) no es del todo correcta. Sé que para efectos prácticos me limité a hablar de los celos de pareja, pero seamos realistas: se pueden sentir celos por un amigo, por un familiar, por una mascota… por seres con los cuales no compartimos una relación “monógama”. De manera que los celos, en sí, no pueden ser una expresión de la monogamia. Serían más bien una expresión del deseo de la posesividad humana. Este deseo es el que discutiré en el próximo artículo. Hasta entonces, ¡gracias por leernos!